Común
El Común es la forma política que adoptaron en España las comunidades organizadas alrededor de los bienes comunales conocidos, en su acepción contemporánea, como procomún.
El origen jurídico de dicha figura es germánico, en el pasado solió estructurarse alrededor del usufructo de las tierras agrícolas y que se sepa, está presente en el derecho castellano desde el siglo IX.
En algunos países, como Italia, la palabra común, ha terminado convirtiéndose en sinónimo de Ayuntamiento; en otros -como Inglaterra- en algo parecido a política, parlamento (House of Commons). No es casual: de hecho siempre se trató de formas de organización local que solieron mantener una difícil convivencia, tanto con el proto-espacio público (monarquía) como con el privado (feudos).
[editar] Descripción
Los Comunes, que en el derecho castellano terminaron siendo conocidos como Comunidades de Villa y Tierra fueron, básicamente, conjuntos de tierras mancomunadas, que incluían a distintas aldeas federadas alrededor de una villa mayor. Estas tierras podían ser, según su dueño, de realengo (si pertenecían -nominalmente- a la Corona), de abadengo (si pertenecían -nominalmente- a la Iglesia), de abolengo o solariegas (si pertenecían -nominalmente- a un feudo o a una orden militar) o de behetría si pertenecían, exclusivamente, a los vecinos.
Las Comunidades de Villa y Tierra quedaban constituidas cuando los vecinos, organizados en concejo, recibían del Rey (en propiedad mancomunada o en usufructo) un amplio territorio que debían poblar y en el que, por consiguiente, debían producir e incluso organizarse autónomamente. Para ello recibían unos fueros que debían ser respetados por el resto de estamentos medievales (la nobleza y el clero) y que les conferían una enorme autonomía, a casi todos los niveles.
Cada concejo solía tener entre sus competencias principales:
- Poblamiento. Dirigía la instalación de núcleos poblacionales en su territorio, repartía herencias y administraba el usufructo colectivo de las tierras agrícolas.
- Legislación. Establecía las normas que regulaban las relaciones entre los vecinos y entre los núcleos poblacionales. También tenían cierta capacidad para ejercer, localmente, la Justicia. Solo los casos más graves transferían ciertas atribuciones al monarca que tenía poder de casación.
- Autogobierno. La Villa solo respondía ante el Rey. Cada Comunidad elegía anualmente, vecinalmente o por parroquias, a sus propias autoridades, con una duración de los cargos de un año y estos ejercían todas las competencias gubernativas, judiciales, económicas e incluso, militares (la defensa de sus tierras solía estar a su cargo. Por otra parte, los fueros solían prever la obligación de aportar un número mínimo de soldados a los ejércitos del Rey).
Las competencias de la Comunidad solían venir acompañadas de la presencia de un representante del Monarca (el comendador) quien solía estar encargado de velar por los intereses de la Corona (todas las Comunidades eran iguales entre sí y administrativamente hablando, sólo se relacionaban, directamente, con el Rey).
Los comendadores (más o menos, los representantes del Rey) solían prestarle mucha atención a las cuestiones fiscales aunque también, por supuesto, a las políticas: las Comunidades de Tierra y Villa siempre fueron focos de desarrollo político y económico (democrático y autárquico) sin parangón en las tierras controladas por la nobleza o por el clero. Además, precisamente por ese motivo, solían generar "altercados" (sobre todo en periodos de sequía y/o hambruna) que solían girar alrededor de un cuestionamiento -más o menos directo- del modelo fiscal, basado en cobros fijos sobre la renta de trabajo, que solían ir a parar a las arcas reales para financiar rentas (como la Iglesia) o esfuerzos bélicos lejanos.
[editar] Historia
En España, los comunes, nacieron y se desarrollaron en el contexto de la mal llamada Reconquista. Comenzaron a surgir a partir del siglo IX pero vivieron su auténtica explosión a partir del momento en el que, los ejércitos cristianos, lograron trasladar la frontera con Al-Andalus al Sur del Río Duero.
La razón de su explosión fue muy sencilla: la capacidad militar (tanto ofensiva como defensiva) y el dinamismo (tanto sociopolítico como económico) de estas comunidades las convirtió rápidamente en una opción estratégica insustituible para controlar un territorio (el comprendido entre el Río Duero y Despeñaperros) que no solía ser muy atractivo ni para la nobleza ni para el clero y que, durante siglos había sido, literalmente, tierra de nadie. Expresado en términos modernos, las Comunidades aseguraron el ejercicio de la soberanía de Castilla sobre la Meseta (sobre todo sobre la Submeseta Sur). Pero, paradójicamente, siempre fueron vistas con recelo por el resto de estamentos: constituían, no en vano, una peligrosa competencia política. Así las cosas, el primer modelo de asentamiento que les fue contrapuesto (sobre todo a partir de los siglos XII y XIII) fue el de las órdenes militares.
Tanto dicha razón, como la riqueza agrícola del Sur de España y consideraciones religiosas explican el hecho de que, Andalucía, fuera conquistada a partir de un modelo político, económico y militar, radicalmente diferente (nobiliario) al de la zona central de España. Todo ello pareció fijar a la Comunidades como modelo de (auto)gestión exclusivo de la parte Sur de Castilla. Su limitación a dicho espacio no significó, sin embargo, una decadencia que terminó siendo propiciada por la guerra abierta que les fue declarada en el siglo XV (Guerra de las Comunidades de Castilla), la subsiguiente represión y ya en el siglo XIX, por una polémica Desamortización que terminó poniendo esas tierras en el "mercado" (provocando una proletización agrícola muy acelerada que concluyó, bien en empobrecimiento, bien en emigración masiva hacia los grandes núcleos urbanos, sobre todo, Madrid).
Todo ello dio la puntilla a uno de los modelos de (auto)gestión política más democráticos, más antiguos pero, también, más desconocidos de nuestro país. El resto, fue represión simbólica: desde que los sistemas educativos "nacionales" fueron instaurados por los Gobiernos liberales, ya en el siglo XIX, hubo una intención predeterminada de esconder y/o deslegitimar experiencias históricas tan arraigadas en nuestro acervo político y cultural como las de las Comunidades de Tierra y Villa.
Un elemento que, por lo general, no suele ser tenido en cuenta (ni por la historiografía española ni por la latinoamericana) es el gran desarrollo que, las referidas Comunidades, también tuvieron en Hispanoamérica como modelo de poblamiento y autogobierno (¡nunca de Conquista!). De hecho, el desarrollo de las Comunidades en América vino determinado por las necesidades de control del territorio que tenía la Corona castellana. Se trató, no en vano, de un modelo alternativo al de las encomiendas. Un modelo mucho más democrático y abierto que tendió a funcionar muy bien allí donde no hubo formas de explotación militar intensiva o penetración religiosa (misiones) o bien donde, antes de la llegada de los españoles, habían funcionado formas de autogestión relativamente parecidas (como, por ejemplo, los Calpulli en México).
Desde el punto de vista peninsular, además, la existencia de las Comunidades de Tierra y Villa en América funcionó como válvula de escape para la emigración española condicionada por motivos económicos y/o políticos (generalmente, expansión del modelo feudal). Su desarrollo al otro lado del Atlántico fue tal que, a medida que transcurrió el tiempo, los Concejos (rebautizados como Cabildo colonial) se fueron convirtiendo en un foco de resistencia a las injerencias absolutistas que, en buena medida, terminó cuajando en los movimientos de Independencia americana.
Actualmente, los últimos rastros institucionales de las Comunidades (detectables en algunas atribuciones políticas y simbólicas que todavía tienen los Ayuntamientos) están en el punto de mira del neoliberalismo que, con la excusa de la crisis económica se ha propuesto concentrar municipios, limitar sus competencias, controlar sus cuentas, etc. Todo ello constituye un atentado a nuestra historia democrática pero, también, a la soberanía popular.